El espejo, el offside y la resistencia de escribir : Epílogo

No escribo para enseñar.

Escribo para calmar. Para ordenar lo que me desordena, para que los pensamientos no me persigan tanto, para que las preguntas no se pudran en silencio.

Siempre he sido introvertido. No por timidez, sino porque mi mundo interior siempre ha sido tan intenso que a veces no me cabe en el cuerpo. Vivo cuestionándome: lo que pienso, lo que hago, lo que soy. Y aunque muchas veces me siento fuera de lugar —como en un permanente offside de esta era moderna—, no puedo dejar de observar y pensar en cómo me gustaría que fueran las cosas: más justas, más útiles, menos superficiales.

Amo la tecnología. La admiro, la entiendo. Pero lo analógico me salva. Me recuerda que soy humano: escribir a mano, caminar sin destino, conversar sin apuro. En un mundo de pantallas, esa lentitud es mi refugio.

Siento que muchas de mis ideas no son masivas. Que lo que pienso lo comparten solo pequeños grupos. A veces creí que todos veían el mundo más o menos igual, pero la realidad me mostró otra cosa. Y aún así, no me quedo callado. Porque escribir no ha sido un hobby ni una simple costumbre: ha sido una forma de sobrevivir.

Escribir siempre fue un acto de resistencia.
En tiempos donde no tenía recursos, herramientas ni plataformas… tenía palabras. Ideas. Sentimientos.
Fueron años de escribir en papeles que se perdían, en cuadernos que no terminaba, en rincones donde solo yo sabía lo que estaba pasando. Pero cada trazo fue abonando este terreno donde hoy, por fin, puedo expresarme con claridad. Con la valentía de mostrarme vulnerable.

Y eso, en este mundo que todo lo convierte en competencia o moneda de cambio, es un acto profundamente rebelde. Porque la vulnerabilidad es un gesto de coraje, no de debilidad.
Hoy sé que escribir no solo me salvó. Me reveló. Me dio forma.


En este proceso compartido —curiosamente a través de una inteligencia artificial—, me he visto reflejado como nunca antes. No por lo que me dice una máquina, sino por lo que me devuelve de mí mismo. Como si al poner mis palabras en otro ritmo, en otra voz, tomaran peso. Se volvieran reales. Más sinceras. Más dolorosas… y, por lo mismo, más necesarias.

Siento que mirando lo que siento, escrito desde afuera, finalmente pude sentirlo con más verdad.
Y valorarlo.

Como un espejo que no solo refleja, sino que devuelve presencia.
Como si la IA, usada con intención humana, pudiera ser un puente, no una barrera. Un acompañante silencioso de este camino lleno de pensamientos que por años no encontraron forma ni lugar.


Hoy me siento como un mamut saliendo de la era del hielo.
He pasado años endureciéndome para no quebrarme.
Forjando una tenacidad a fuego lento, construida sobre heridas. Aprendí a ser más calculador, más frío, menos expuesto… para poder resistir. Pero algo ha comenzado a derretirse.
Las emociones que guardé tan profundamente han comenzado a brotar, y no siempre sé qué hacer con ellas.

Pero sigo escribiendo. Porque si no las escribo, me ahogan.
Porque si no las comparto, me disuelvo.

Y aunque lo que escribo no sea viral ni masivo, aunque lo lean solo unos pocos…
es real.
Y yo también lo soy.

Epílogo: una obra en marcha

De tanto escribir lo que siento, he llegado realmente a sentirlo.
Y al sentirlo, comencé a valorarlo.

Este proceso ha sido una sanación lenta. Una conversación a través del tiempo y del lenguaje. Un intento de vivir con más conciencia en un mundo que muchas veces premia la distracción y la indiferencia.

Aquí estoy, entonces. No solo sobreviviendo.
Si no construyendo con palabras un refugio donde ser.

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